A lo lejos se veía el
resplandor de las baterías que de forma permanente golpeaban las líneas
enemigas. Me encontraba unos kilómetros atrás, protegiendo un establo que
utilizábamos como improvisado polvorín. Un cabo y cinco soldados éramos la
dotación dispuesta para su defensa.
A la una relevé en la
trinchera cerca del camino que conducía a nuestra posición. Era noche cerrada,
no había apenas luz. Mi mente se entretenía con los recuerdos. El sonido de las
explosiones se confundía en mi cabeza y ya apenas le prestaba atención. Recordé
el campo, con los olivos rodeándome y la paz; como me gustaba esa sensación de
tranquilidad.
De repente volví a la
realidad. El horizonte estaba teñido de negro y el silencio era absoluto.
Agarré el mosquetón y apunté. Creí
escuchar pasos. Mi dedo en el disparador, el corazón acelerado quería escapar
de mi pecho.
El miedo me tenía paralizado.
A mi izquierda algo se movió, las andanadas de la artillería se reanudaron y
fue cuando disparé. Escuché el cuerpo al desplomarse y me dije a mi mismo que
no acabarían conmigo. Grité pidiendo ayuda a la vez que derribaba a otra de las
sombras que se acercaba. Abatí a los dos siguientes muy cerca.
Sabía que el cuerpo a cuerpo
era inevitable y con la bayoneta calada esperé el ataque. Con toda mi fuerza
clave el arma en el estómago de mi enemigo.
Caído sobre mí, dijo sus últimas
palabras – Arturo, cabrón-. Me quede inmóvil, la sangre empapaba mi ropa. Otra
vez el silencio y así el cansancio termino por vencerme.
Desperté con el alba. Unas voces llegaban cercanas a mis oídos. Un
soldado con una cruz roja en su brazo tras examinarme dijo -¡Aquí hay uno
vivo!-
Formaban parte de mi
ejército. Se dirigían al frente a reforzar las posiciones, el enemigo huía descontroladamente.
Enterraron a los muertos, no hicieron muchas preguntas. Dieron por hecho que
nos habían atacado y que yo había resistido heróicamente.
Me condecoraron por aquello.
Quiero convencerme de que todo ocurrió como ellos imaginaron.
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